Una novela de Jose Alberto Arias. En proceso de creación.
Loading...

lunes, 30 de julio de 2012

El miedo de los niños


Si hace unos meses cerré la primera parte de la novela (recordemos, el inicio, presentación de los personajes y la aparición del conlicto del relato), hoy mismo he tenido la suerte, el placer y el desagravio de terminar la segunda parte. Digo esto porque es mucho tiempo acompañando a los niños en su periplo en la que podría ser una de las partes más duras de Queridos niños; después de todo, se trata de una pequeña novela de terror dentro del conjunto.
     En cuanto a datos, 104 páginas de nada divididas en tres bloques: 1) Reunión, 2) Convergencia y 3) La noche. Lo cierto es que transcurre poquísimo tiempo, pero se tratan de muchas tramas  conectadas de manera directa o indirecta. He tenido que establecer nuevamente las reglas que rigen la narración, y cuando me ponga con la tercera parte (cuando me empape de novela negra, de género, cuando acabe enganchado a la nicotina) volverá a tocar resetear todo el estilo.
      Sé que da la sensación de que la novela avanza poco, pero me atrevo a asegurar que la espera valdrá la pena. Lo cierto es que el fondo de la novela lo tengo muy claro, sé prácticamente todo lo que va a suceder en las siete partes en que consiste Queridos niños, pero la forma supone un reto continuo. Tengo muchas lecturas pendientes a este respecto. Paciencia, saboread mientras las pequeñas muestras que os voy dejando por aquí.

domingo, 29 de julio de 2012

Tu nombre, Helena


Mackenzie fue el primero en hablar.
            -No pienso entrar en esa casa -dijo. -Seguro que nos han tendido una emboscada. Uno no se puede fiar de estos jodidos caraperros.
            Con todo, entramos, yo el primero seguido de los tres de Minnesota. Nada más abrir la puerta, un olor rancio y ahogado nos inundó como una de esas nubes amarillas de los dibujos animados. Había algo podrido o descompuesto, y muchas velas. Por debajo del olor, destacaba el de la cera derretida. Descubrí que prácticamente todo dentro de la casa se encontraba cubierto de gotitas de cera derretida, como si dentro se hubiera desarrollado algún culto.
            En las paredes había grabados de animales con letras chinas, gallos y lagartos casi todos, y se oía un leve crujido como si algo viviera dentro. Como si algo hibernara, y por lo general las criaturas que hibernan suelen ser grandes. Nos dio el miedo. Comencé a silbar. Al crujido se le sumó una lejana percusión, como tambores o cualquier instrumento golpeado con las manos. No andaban lejos, la casa tenía toda la pinta de ser una trampa.
            Nos adentramos por el pasillo estrecho, de uno en uno porque no cabíamos dos siquiera, y entonces vi la luz al fondo, procedente de una habitación, luz de fuego, de una vela o algo así, y les dije que esperaran. Había tres habitaciones. Nos separamos para cubrir la casa cuanto antes, mejor, y a mí me tocó entrar en la habitación de la luz. Había al menos diez o doce velas dispuestas por toda la habitación, demasiado pequeña para tanta basura. El suelo estaba cubierto de panfletos propagandísticos con nuestros soldados vejados de mil maneras, con la bandera enemiga y sus colores como la sangre por todas partes, y era como si a cada soldado muerto en los panfletos le hubieran sacado la sangre para tintarlo, porque -no podía ser de otro modo- la propaganda de la guerra no podía estar escrita con otra cosa que con la sangre enemiga.
            En el lecho que albergaba casi toda la habitación yacía una mujer. Al principio pensé que estaba muerta, o no lo pensé, lo supe. Era vieja como el mundo y estaba sucia, desaseada, desatendida, probablemente abandonada por sus familiares en pos de la supervivencia. Los viejos son prescindibles, Helena, si no tienen nada que hacer. Recuérdalo cuando me haga viejo.
            Entonces llegaron los gritos, no recuerdo si de Mackenzie o Franzen, sólo sé que gritos terribles, gritos que dan los hombres cuando se han vuelto locos, y salí al pasillo de nuevo y puse orden, pero los tres estaban nerviosos y no dejaban de hablar. Le tuve que cortar el meñique a Mackenzie para volver a la cordura colectiva. El machete quedó ensangrentado, y como no limpié la sangre entonces, siempre ha estado desde entonces manchado de sangre. Por mucho que sea la sangre de otros hombres, estoy convencido de que en el fondo sabe Dios y sé yo que esa mancha oscura en la hoja mellada es la sangre de Mackenzie.
            Hablaron de brujería, de ritos de vudú y de restos humanos y animales muertos en las habitaciones. Yo traté de ocultar la existencia de la vieja, pero entonces no sabía mentir. Hace un año, Helena, aún no sabía mentir, aun cuando a los treinta y tres los hombres deberían ser unos tremendos mentirosos. Cuando entraron y vieron a la vieja bruja postrada con su cuerpo enorme, tan enorme que ocupaba todo el lecho, como si en lugar de una mujer fueran cuatro o cinco. Además, estaba enferma y arrugada como una bola de papel en el fuego: tenía las piernas negras de la putridez y en los dedos de los pies gusanos que se la comían viva, pero ella apenas reaccionaba. Nos miró con indiferencia y tosió varias veces. Un hedor insoportable contaminó la habitación, como si por dentra estuviera ya descompuesta.
            Lo otros no tardaron en culpar del estado de la vieja a la brujería, y aunque traté de no seguirles en sus ideas horrendas, lo cierto era que todo apuntaba a ello, a que esa vieja debía estar muerta hace tiempo y se mantenía con vida gracias a la magia negra, o que había muerto y la propia magia negra la había devuelto a nuestro mundo. Tenía un collar con muñequitos hechos de paja o alguna hierba seca.
            Mientras tanto, fuera, los tambores no dejaban de sonar; de hecho, la percusión parecía acercarse poco a poco. Les dije que me dejaran solo, que salieran ellos primero a echar un vistazo, y así lo hicimos. Cuando nos quedamos solos en la casa la vieja y yo, un viento frío recorrió todas las habitaciones. La corriente apagó todas las velas salvo dos, la que estaba más cerca de la vieja y una cubierta por un vidrio sucio. En la oscuridad me dio la sensación de que no estábamos solos. Me atrevía a ver sombras por todas partes, pero era incapaz de abandonar la habitación. Por nada en el mundo habría salido al pasillo, lleno de manos y de puñales, de apariciones y muertos traídos a la vida. Recordé cuando mi padre me hizo leer a tu edad "El entierro prematuro" de Poe y las pesadillas, Helena, las pesadillas. Te juro que en esa habitación volvía a tener nueve años.
            Sabía que la vieja estaba a punto de morir, que conmigo ahí ninguna magia le alargaría la vida. Me aposté en un rincón de la habitación y esperé en silencio. Ninguno de nosotros habló durante horas, apenas nos dignamos a mirarnos a los ojos, pero llegado un momento la vieja pareció alzarse sobre los brazos y tomar dos, tres bocanadas de aire. Luego comenzó a recitar palabras en su lengua, todas en el mismo tono neutro, como si alguien la entendiera, y se dejó caer. Pasaron horas entre la vida y la muerte.
            Cuando salí de la casa, hallé los cuerpos de los tres de Minnesota. Los habían asesinado de noche.