Mackenzie fue el
primero en hablar.
-No pienso entrar en esa casa -dijo.
-Seguro que nos han tendido una emboscada. Uno no se puede fiar de estos
jodidos caraperros.
Con todo, entramos, yo el primero
seguido de los tres de Minnesota. Nada más abrir la puerta, un olor rancio y
ahogado nos inundó como una de esas nubes amarillas de los dibujos animados.
Había algo podrido o descompuesto, y muchas velas. Por debajo del olor, destacaba
el de la cera derretida. Descubrí que prácticamente todo dentro de la casa se
encontraba cubierto de gotitas de cera derretida, como si dentro se hubiera
desarrollado algún culto.
En las paredes había grabados de
animales con letras chinas, gallos y lagartos casi todos, y se oía un leve
crujido como si algo viviera dentro. Como si algo hibernara, y por lo general
las criaturas que hibernan suelen ser grandes. Nos dio el miedo. Comencé a
silbar. Al crujido se le sumó una lejana percusión, como tambores o cualquier
instrumento golpeado con las manos. No andaban lejos, la casa tenía toda la
pinta de ser una trampa.
Nos adentramos por el pasillo
estrecho, de uno en uno porque no cabíamos dos siquiera, y entonces vi la luz
al fondo, procedente de una habitación, luz de fuego, de una vela o algo así, y
les dije que esperaran. Había tres habitaciones. Nos separamos para cubrir la
casa cuanto antes, mejor, y a mí me tocó entrar en la habitación de la luz.
Había al menos diez o doce velas dispuestas por toda la habitación, demasiado
pequeña para tanta basura. El suelo estaba cubierto de panfletos
propagandísticos con nuestros soldados vejados de mil maneras, con la bandera
enemiga y sus colores como la sangre por todas partes, y era como si a cada
soldado muerto en los panfletos le hubieran sacado la sangre para tintarlo,
porque -no podía ser de otro modo- la propaganda de la guerra no podía estar
escrita con otra cosa que con la sangre enemiga.
En el lecho que albergaba casi toda
la habitación yacía una mujer. Al principio pensé que estaba muerta, o no lo
pensé, lo supe. Era vieja como el mundo y estaba sucia, desaseada, desatendida,
probablemente abandonada por sus familiares en pos de la supervivencia. Los
viejos son prescindibles, Helena, si no tienen nada que hacer. Recuérdalo
cuando me haga viejo.
Entonces llegaron los gritos, no
recuerdo si de Mackenzie o Franzen, sólo sé que gritos terribles, gritos que
dan los hombres cuando se han vuelto locos, y salí al pasillo de nuevo y puse
orden, pero los tres estaban nerviosos y no dejaban de hablar. Le tuve que
cortar el meñique a Mackenzie para volver a la cordura colectiva. El machete
quedó ensangrentado, y como no limpié la sangre entonces, siempre ha estado
desde entonces manchado de sangre. Por mucho que sea la sangre de otros
hombres, estoy convencido de que en el fondo sabe Dios y sé yo que esa mancha
oscura en la hoja mellada es la sangre de Mackenzie.
Hablaron de brujería, de ritos de
vudú y de restos humanos y animales muertos en las habitaciones. Yo traté de
ocultar la existencia de la vieja, pero entonces no sabía mentir. Hace un año,
Helena, aún no sabía mentir, aun cuando a los treinta y tres los hombres
deberían ser unos tremendos mentirosos. Cuando entraron y vieron a la vieja
bruja postrada con su cuerpo enorme, tan enorme que ocupaba todo el lecho, como
si en lugar de una mujer fueran cuatro o cinco. Además, estaba enferma y
arrugada como una bola de papel en el fuego: tenía las piernas negras de la
putridez y en los dedos de los pies gusanos que se la comían viva, pero ella
apenas reaccionaba. Nos miró con indiferencia y tosió varias veces. Un hedor
insoportable contaminó la habitación, como si por dentra estuviera ya
descompuesta.
Lo otros no tardaron en culpar del
estado de la vieja a la brujería, y aunque traté de no seguirles en sus ideas
horrendas, lo cierto era que todo apuntaba a ello, a que esa vieja debía estar
muerta hace tiempo y se mantenía con vida gracias a la magia negra, o que había
muerto y la propia magia negra la había devuelto a nuestro mundo. Tenía un
collar con muñequitos hechos de paja o alguna hierba seca.
Mientras tanto, fuera, los tambores
no dejaban de sonar; de hecho, la percusión parecía acercarse poco a poco. Les
dije que me dejaran solo, que salieran ellos primero a echar un vistazo, y así
lo hicimos. Cuando nos quedamos solos en la casa la vieja y yo, un viento frío
recorrió todas las habitaciones. La corriente apagó todas las velas salvo dos,
la que estaba más cerca de la vieja y una cubierta por un vidrio sucio. En la
oscuridad me dio la sensación de que no estábamos solos. Me atrevía a ver
sombras por todas partes, pero era incapaz de abandonar la habitación. Por nada
en el mundo habría salido al pasillo, lleno de manos y de puñales, de
apariciones y muertos traídos a la vida. Recordé cuando mi padre me hizo leer a
tu edad "El entierro prematuro" de Poe y las pesadillas, Helena, las
pesadillas. Te juro que en esa habitación volvía a tener nueve años.
Sabía que la vieja estaba a punto de
morir, que conmigo ahí ninguna magia le alargaría la vida. Me aposté en un
rincón de la habitación y esperé en silencio. Ninguno de nosotros habló durante
horas, apenas nos dignamos a mirarnos a los ojos, pero llegado un momento la
vieja pareció alzarse sobre los brazos y tomar dos, tres bocanadas de aire.
Luego comenzó a recitar palabras en su lengua, todas en el mismo tono neutro,
como si alguien la entendiera, y se dejó caer. Pasaron horas entre la vida y la
muerte.
Cuando salí de la casa, hallé los
cuerpos de los tres de Minnesota. Los habían asesinado de noche.
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