Arturo sabía ciertas cosas, o al menos creía saberlas. Sabía, por ejemplo, que los hombres eran lo que hacían, sus actos, sus decisiones, sus batallas ganadas, su suma de derrotas, y a veces los hombres no eran más que títeres de un Destino que los hacía ser de un modo a otro, y esto a Arturo lo entristecía profundamente, porque miraba alrededor, a los hombres y mujeres del público, los más atractivos en primera fila, para acaparar la atención de las cámaras, los feos al fondo, para pasar desapercibidos, la regidora gritando órdenes que a nadie importaban, menos a ella que a nadie, o al presentador, que cuanto tenía en el mundo era una sonrisa blanqueada artificialmente y una chequera con muchos ceros en el bolsillo del traje prestado por sastrería, y Arturo observaba y pensaba esto y estaba convencido de que los hombres habían dejado de ser hacía cientos de años, conjuntos de siglos en los que los hombres, a medida que se alejaban del mono, a medida que cambiaban el árbol por el suelo firme, dejaban de ser libres y ser hombres para ser piezas de una maquinaria que los igualaba ante los ojos de Dios y de la Historia.
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